Antes de
que el ciclista Lance Armstrong fuera expulsado de todo deporte, que el planeta
supiera que un campeón se había hecho a base del dopaje, que su biografía se
manchara, le salvó la vida a un hombre: Arjen Robben, la estrella naranja de
Holanda y del Bayern de Múnich.
Hace más
de 10 años, al enganche holandés le detectaron cáncer, al igual que Armstrong.
Fue operado. Y fue en esos extensos días en que se sumió en una profunda
depresión, que un amigo suyo le envió la autobiografía del ciclista
norteamericano. Era el libro “No se trata de la bicicleta”, en el que relata
cómo superó la enfermedad. Fue a partir de allí que decidió seguir. Arjen
Robben aún recuerda ese hospital, esos días y ese texto.
Pero la
estrella holandesa no solo se levantó, sino que también corrió. Se volvió más
veloz, más desequilibrante, más ligero, más goleador. Pero esa sonrisa que
parece no borrársele, también puede ser irónica y hasta agresiva.
Un gesto
similar parecía dibujarse en su rostro el día que le encajaba dos de los cinco
goles con que Holanda goleaba a España y tras cuatro años se vengaba de la
final.
Robben, sí, Robben
Arjen Robben nació en 1984, mide un metro 80, y pesa 80 kilogramos, y ya lleva
141 goles. No juega, flota. Siempre fue así. Cuando era solo un juvenil del FC
Groningen, anotó en solo un año 50 goles. Muy rápido subió al primer equipo.
Sin darse cuenta ya estaba en el PSV Eindhoven, esa fábrica de futbolistas que
nutre a Europa de jugadores. Por ese mismo equipo pasaron Romario y Ronaldo.
Dos años
campañas más tarde, el holandés ya era una joven estrella en Europa. La
televisión de su país y del mundo le dedicó incalculables horas a sus goles, a
su velocidad, a su prodigiosa gambeta.
Fueron
años de gloria, que incluso el poderoso Chelsea F.C. pagó más de US$ 23
millones por su pase. Lo que hizo en el equipo de Londres fue hacer goles, otra
vez correr, otra vez volar, y con ello regalar a las vitrinas del millonario
club inglés cuatro copas, entre ellas, la Premier League.
El Real
Madrid lo convirtió en un objeto de deseo. Su presidente, Ramón Calderón,
prometió llevarlo a la Casa Blanca. Abrió la billetera y pagó US$ 40 millones.
Robben no lloró, no se deprimió, hacía mucho que su relación con su DT, José
Mourinho, no era buena.
En
realidad, el holandés se había vuelto tan veloz como difícil. El camerino del
Chelsea era de estrellas, pero él quería ser la más brillante.
En el Real
Madrid, las cosas funcionaron –al comienzo–, pero la llegada de Kaká y luego de
Cristiano Ronaldo, terminaron por dejarlo de lado.
Quizá
salir de Madrid, a cambio de US$ 30 millones, rumbo a Múnich fue una de las
mejores cosas que le hayan pasado. Lo ganó todo con el poderoso Bayern. No hay
un solo título a nivel de clubes que no levantara, y en el 2010, en Sudáfrica,
fue hasta la final del Mundial que perdió frente a España.
Robben
sigue corriendo, pero esa alegría con la que jugaba parece haberla reemplazado
por cierta rabia. En Múnich ha tenido sonadas peleas con varios de sus
compañeros. En el 2012, en el entretiempo de un partido, Franck Ribéary, su
compañero de equipo, le lanzó un golpe. La disputa la arrastraban desde la
cancha. Robben salió en TV con un visible golpe en el ojo.
El
holandés es una estrella, compleja, pero estrella. Parece ahora importarle poco
esa imagen rebelde que lo ha hecho pelear incluso con Pep Guardiola, su técnico
en Alemania, o con Van Gal, su DT en Holanda.
Robben
prefiere otros aires. Lejos de la cancha administra un patrimonio estimado en
US$ 215 millones. Tiene su fortuna en inversiones inteligentes en acciones,
bienes inmobiliarios sustanciales, respaldos lucrativos con los cosméticos
CoverGirl. También posee varios restaurantes (la cadena Arjen el Hambriento) en
Ámsterdam, un equipo de fútbol americano (Ángeles de Bedum), ha sacado su
propia marca de vodka (Pure Wonderobben – Países Bajos) y está abordando el
mercado juvenil con un perfume éxito de ventas (De Arjen con Amor) y una línea
de moda llamada Arjen Robben Seducción. Y luego, cuando no parece furioso sale
otra vez a volar en la cancha.